Que ha habido una crisis sanitaria y que dicha crisis le ha dado la vuelta al mundo tal y como lo conocemos es una realidad incontestable. Muchas personas han muerto y el tensionamiento de los servicios de salud ha sido extremo.

La emergencia sanitaria del coronavirus ha puesto de manifiesto muchas de las carencias que sufre nuestro presunto estado de bienestar. El estado de bienestar no puede ser un sistema en el que nuestros abuelos se dejan morir en residencias sin medicalización. 

Vaya esto por delante, porque difícilmente éste artículo intenta negar una realidad que es evidente.

Ahora bien, podemos hacer múltiples lecturas de porqué ha sucedido todo esto, quienes han sido los culpables y cuál es el futuro que tenemos por delante. Se han hecho sobrados análisis en medios de prensa de todos los colores políticos que van desde el conformismo al terraplanismo y el negacionismo, pero pocos, muy pocos, han analizado a ciencia cierta los datos que se tienen y que se manejan. Los datos con los que se toman las decisiones políticas y sanitarias que lleva aparejada esta situación.

Personas aplaudiendo en apoyo a los sanitarios en un balcón de Barcelona (Foto: Sergi Ramos)

La realidad es que algo pasó entre febrero y marzo -omisión del deber, ignorancia, desdén- que nos llevó a una situación sin precedentes. La escasez de diagnósticos y pruebas aún así arrojó cifras de contagios que eran, probablemente, veinte veces superiores en realidad, si atendemos a los datos del estudio de seroprevalencia cursado por España en fechas recientes y que cifraba en un 5% la población que había pasado el virus. 10.000 contagios notificados el 20 de marzo probablemente eran 200.000 contagios reales. Ante esta situación desmedida había que paralizarlo todo. No había margen para un tratamiento quirúrgico y afinado de la situación. El lenguaje bélico, las ignominiosas apariciones altos mandos del ejército en televisión dando el parte de guerra, los mecanismos constitucionales para reducir derechos fundamentales que realmente no podían ser reducidos… todo eso nos llevó a una situación de miedo y congoja. “Quédate en casa” nos decía todo el mundo. Y ante la masacre informativa y el pánico a un enemigo invisible, nos quedábamos. 

La fase de la histeria

El el campo que nos atañe, el de la música, los efectos fueron tremebundos. Cualquier cancelación de una gira suele ser una noticia de peso. Que se cancelen todas las giras de todos los grupos de todo el planeta a la vez es un drama sin precedentes a nivel cultural, económico y personal -porque detrás de bandas, promotoras de conciertos y discográficas hay personas. Esto es nuestro modo de vida. El de todos los que formamos esta comunidad tan específica como es la de la música y, en concreto, la de la música dura. Pero ante la inmensidad de lo que estaba pasando todo el mundo entendió rápidamente que no había espacio a la queja y el lloro. Se dio por hecho que nos quedábamos sin festivales, sin conciertos de estadio y sin conciertos de bar. Era lo necesario. Y fuere por obligación o por concienciación colectiva a nadie se le ocurría exigir que todo siguiese tal y como era. Había un interés común en que la tormenta pasase cuanto antes. Por nuestra escena y por nuestros seres queridos inmunodeprimidos o con patologías sensibles al virus. 

Público en un concierto de una banda tributo en el Poble Espanyol de Barcelona (Foto: Sergi Ramos)

Pero ahora estamos en otra fase. La fase de la histeria. Una vez asustada, una sociedad es fácilmente dominada. La polarización se ha instalado entre nosotros y, si además de asustada, una sociedad está dividida es fácilmente manipulable. Mascarillas si. Mascarillas no. La juventud es culpable por arremolinarse en plazas. El virus no se transmite fácilmente en espacios abiertos, pero da igual. Abrimos fronteras, cerramos gimnasios. Bares si, conciertos de cien personas distanciadas no. Bla, bla, bla. . Pese a que los datos evidencian que la mortalidad en España está dentro de los límites estadísticos esperados desde hace más de dos meses, nuestros políticos se han instalado en un criterio de mano dura que la sociedad exige para sentirse protegida (lean las secciones de comentarios de cualquier medio de prensa). Ese autoritarismo en pro de un bien público como es la salud pública es ahora una cotizada arma política. Cuanto más ortodoxa la norma, más bienvenida. Cuanto más irracional su aplicación, mejor. Lo vimos con las multas durante el estado de alarma (¿le ha llegado alguna a alguien?) y lo estamos viendo a la hora de dar permisos para abrir negocios o actividades y quitarlos de un día para otro. Cada gobierno regional, ahora erigidos autoridades aparentemente incontestables de su propio feudo tras la homogeneidad del estado de alarma, toma sus propias decisiones en base a criterios que, me consta, no responden precisamente a la ciencia ni a la epidemiología estrictamente.

Arbitrariedad peligrosa

La víctima más reciente ha sido lo que quedaba del Tsunami Xixon de éste 2020, que pese a contar con una propuesta hecha a medida de las restricciones de aforo marcadas por el gobierno central en su momento y con toda la normativa higiénica vigente, ha visto como le tumbaban el permiso con el escenario ya montado y habiendo incurrido en un montón de gastos. Quienes montan el Tsunami, también montan al Resurrection Fest y el Metal Paradise. Os podéis hacer una idea de la catástrofe y su magnitud. Aunque la organización aspira a mantener el resto de programación, el daño ya está hecho. Cada vez que algo así sucede, el público se asusta, las entradas dejan de venderse automáticamente y el daño ya está hecho. Aunque mañana se vuelva a autorizar la actividad. Lo mismo ha sucedido en Barcelona: el recinto del Poble Espanyol estaba acogiendo conciertos tributo semanales en el marco del festival Rock & Grill. Aforo para 400 personas, con mesas y con distancia. Mientras el grupo de hoy (Barrena, tributo a Barricada) estaba descargando su furgoneta, les han indicado que no hay concierto. El organismo de protección civil dependiente de la Generalitat de Catalunya no ha emitido a tiempo la correspondiente autorización. Con una industria del directo en modo de supervivencia estas acciones totalmente arbitrarias de los gobiernos regionales ponen en duda el criterio empleado y las verdaderas intenciones de estas prohibiciones. 

Un apunte: finalizado el estado de alarma, las ayudas a autónomos (una gran cantidad del tejido productivo del mundo del espectáculo) se han acabado y la prestación por cese de actividad no cubre a quien no haya cotizado específicamente para ese concepto. Técnicos que han vuelto a la actividad, grupos que operan como microempresas y trabajadores autónomos y contratistas de todo tipo se vuelven a ver abocados a la nada -y ahora sin un marco de ayudas específico que les cubra en momentos de necesidad. Y en el campo de las empresas y pymes tres cuartos de lo mismo: han recuperado a empleados de los ERTE a medida de la actividad que se podía hacer con garantías. Ahora deben volver a dimensionar su fuerza laboral acorde a una incerteza que no parece responder a ninguna cuestión concreta -si atendemos puramente a los datos de los que se dispone. 

La cuestión de fondo es que va a pasar una buena temporada hasta que cualquier responsable público (concejal de cultura, alcalde, etc) ponga su firma sobre un documento que autoriza que 40.000 personas se arremolinen en un descampado municipal para berrear canciones de Iron Maiden  y saltar como posesos en un festival masivo. Y esto no es una suposición agorera como tantas hemos visto en estos días. Las administraciones públicas van a ser mas papistas que el Papa y no va a importar quien caiga por el camino más allá de mensajes políticos y “escudos sociales” de cara a la galería. 

Estamos muy, muy jodidos. Salvo, claro, una vacuna milagrosa. Y ni así. 

Sergi Ramos