Mi experiencia con Lindemann en el after-party
Lindemann están reventando salas de todo el continente europeo con unos directos difíciles de olvidar. Dicha banda, formada por el frontman de Rammstein, Till Lindemann y el vocalista y guitarrista de Pain y Hypocrisy, Peter Tägtgren, acogen las excentricidades de ambos artistas, llevando su música al terreno de lo perverso, de lo tabú, de lo que roza lo desagradable.
Tuve la suerte de asistir a uno de sus conciertos y de tener una experiencia que, por agridulce que haya sido, me siento afortunada de haber vivido. Todo empezó a un par de canciones de terminar el brutal espectáculo, cuando uno de los hombres del vocalista me sorprendió poniéndome una pulsera al tiempo que soltaba un “es para el afterparty” con gran acento alemán. Dichos “afters”, nada secretos, son un clásico de la otra formación del cantante, cuya fama de mujeriego es casi tan conocida como su “Du Hast”. Cualquiera que se tome unos minutos para traducir temas como “Ausländer” puede percatarse de las intenciones de dicho artista, las mismas que una oye en historias, testimonios de quienes estuvieron allí, rumores cuya veracidad no hay modo de comprobar.
Debo admitir que en un principio este gesto me indignó en cierto modo, pues sentí que me habían elegido como quien, después de observar con detenimiento la pecera de un restaurante, señala con el dedo índice la langosta que más apetecible le parece para cenar. Aun así acepté la invitación, porque hay cosas que no suceden cada día y compartir un rato entre bastidores con Till, Peter y compañía es una de ellas.
El after-party
Cuando me dí cuenta estaba en una pequeña sala con una pésima iluminación y atestada de gente, en su mayoría chicas que mantenían acaloradas charlas mientras se servían una copa tras otra a la espera de los músicos. Las invitadas formábamos un grupo de lo más variado, pues había desde mujeres que superaban la treintena hasta jóvenes que parecían estar gozando de su mayoría de edad recién cumplida. Aunque el prototipo de chica que predominaba era alta, rubia, con ojos azules y un cuerpo de infarto, también estábamos otras, como un par de chicas negras, que el motivo de nuestra elección fue lo que llamaron “exotismo”.
Así nos lo contaron algunos de los presentes y crew de la banda que también estaban allí disfrutando de la velada. En cualquier caso, todas y cada una de ellas destacaban por sus ropas despampanantes o la ausencia de ellas. De hecho, predominaban modelitos de los que, como se suele decir, no dejaban nada a la imaginación: Faldas exageradamente cortas, tops ajustados, escotes descarados y tacones de aguja demasiado altos como para asistir a un concierto sin tener planes para después. Algunas incluso repitieron parte de su outfit: tanga y medias de rejilla. Esto, combinado con unos maquillajes extremados pensados para resaltar sus mejores facciones, hacía que proyectaran la imagen de mujer bella, traviesa y peligrosa, aunque seguía habiendo unas pocas que, detrás de sus labios color rubí pintados con esmero, no conseguían camuflar la inocencia que emanaba de sus posturas y gesticulaciones, tratando, como yo, de encajar en tal lugar.
Una servidora, que no iba precisamente vestida para la ocasión (sacrifiqué un buen look por una combinación que me resguardara del frío) y con el inglés como único recurso para comunicarme, no tuve más remedio que sentarme en uno de los sofás que conformaban la sobria decoración de la sala y esperar. Para cuando llegaron los integrantes de las tres bandas ya había entablado conversación con algunos de los presentes y, sintiéndome ya menos sola y una vez calmada la histeria de las fans por intercambiar unas palabras con los artistas, me aventuré a saludarlos. Era complicado, con la música de fondo y el sonido incesante de las voces de todos los que nos encontrábamos confinados allí.
Una hora después, sin que Peter y Till hubiesen dado señales de vida, estaba hambrienta, cansada y lista para irme. Salí al pasillo con la intención de respirar un aire no tan viciado como el del camerino, abrigarme y poner rumbo a casa, pero allí venía el hombre convertido ya en leyenda. El mismísimo Till Lindemann aproximándose a mí, rodeado de un par de enormes guardaespaldas de caras poco amigables. En los instantes que tardamos en estar uno enfrente del otro pensé en como favorece tener un escenario bajo los pies. El hombre que había visto actuar hacía apenas unas horas, el mismo que recordaba de pasados conciertos y montones de videoclips, se me antojó mucho más bajito, viejo y cansado. Ya poco quedaba de su porte imponente y casi podría decir que, de no ser por las facciones tan duras de su rostro o los piercings que adornan sus cejas y nariz, parecería un hombre del todo ordinario.
Charlamos muy brevemente bajo la desfavorecedora luz de los fluorescentes del pasadizo antes de que los invitados reparasen en su presencia. No fue una gran conversación, aunque sí lo suficientemente larga como para saber lo más básico de mí y para comprobar si mis planes para esa noche coincidían con los suyos. Aclaradas nuestras intenciones, se adentró en la marabunta de gente donde lo recibían como a la celebridad que es, a la vez que otros rostros no pronunciaban palabra, solo irradiaban emoción e incredulidad.
Pensándolo ahora, en frío y desde mi tranquilidad, puedo afirmar que de volver a estar en esa situación me habría quedado un rato más, pero el cansancio y el agobio pudieron conmigo y partí a los pocos minutos de la escena que acabo de relatar y que, por insignificante y efímera que fuera, recordaré toda mi vida.
Recogí mis pertenencias, eché la vista atrás en una fiesta que parecía que acababa de empezar y atisbé al cantante que, sin tiempo que perder, besaba a par de rubias bastante más altas que él. Ver esa situación en vivo y en directo me sorprendió en cierto modo y, pese a que eran totalmente ajenos a mi mirada, tuve la necesidad de cesar mi intromisión a su intimidad y partir de una vez por todas. Fuera estaba Tägtgren fumando con otras personas y pensé que cortar su charla para saludarle sería de mala educación, así que desistí. Eso es lo único de lo que me arrepiento de esa noche.
La mujer fan
Que las fans se sienten atraídas físicamente por sus ídolos es un estereotipo tan viejo como acertado. Tanto, que a veces nuestro género llega a eclipsar lo que somos como admiradoras y amantes de la música. Esa noche me sentí, como supongo que se sintieron mis compañeras de camerino, muy halagada por la propuesta, y a la vez terriblemente ofendida. ¿Cuantas bandas habrá que se creen con el derecho de comprar nuestra intimidad con su fama? Sí, allí todas dimos nuestro consentimiento y, obviamente, éramos libres de irnos cuando nos diera en gana, pero el motivo de ser las elegidas era uno solo, uno superficial que trabaja al servicio de la admiración hacia su figura.
Me anticipo y digo lo que alguno está pensando: “Si, mucho quejarse pero vosotras tenéis privilegios que los hombres, por ser hombres, no.” Y no os falta razón pero, ¿A qué precio? Tan solo puedo decir que brindo por las mujeres que ven más allá del sex appeal de un artista y por el músico que les cede credibilidad por lo que son: seguidoras de su música.
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