Nuevas músicas, nuevos lenguajes, nuevos modelos… el mundo está cambiando, constantemente. Y el concierto de la artista multidisciplinar catalana Rosalía fue una buena oportunidad para constatarlo y plantear contrastes con otras realidades.

El otro día estuve en el concierto que Rosalía ofreció en el Palau Sant Jordi de Barcelona. Por encima de fan del hard rock y el heavy metal, me considero un fan de la música y un estudioso, a cierta distancia, del negocio de la música. Ambos coexisten necesariamente y prácticamente no se puede entender el desarrollo de la música moderna -entre la cual se incluyen los géneros aquí tratados- sin hablar del negocio y las tendencias que se han creado alrededor del hecho artístico en sí.

Hago está suerte de ‘disclaimer’ porque parece que hablar de Rosalía en una web de heavy metal debería estar penado por ley. Más si cabe hablar de lo del otro día como un “concierto”. El debate está abierto: ¿es un concierto cuando no hay músicos en ningún lugar?

Rosalía (Foto: Sergi Ramos)

Estoy seguro de que para los fans del jazz de Miles Davis, esa panda de ponzoñosos con guitarras, “la cochambre” como muy bien nos definió “La Voz de Castilla” tras aquel festival en Burgos en 1975, no hacían música. No hace tanto, quizá 25 años, sostuve una animada discusión con un profesor de música de instituto sobre si lo que yo escuchaba era música en el sentido más amplio del término u otra cosa menos digna de respeto. De fondo, siempre, mentalidades con dificultad para la adaptación y para entender que, en efecto, los tiempos cambian y los lenguajes también.

¿Quién nos iba a decir que partidos políticos y marcas comerciales adaptarían sus mensajes a los 144 caracteres de Twitter hace quince años? Y hoy en día nos parece un hecho establecido, normalizado, estandarizado. Un lenguaje, un vehículo de expresión, totalmente nuevo.

Rosalía (Foto: Sergi Ramos)

La música, entendida como un conjunto de sonoridades, ritmos y frecuencias determinadas, se expresa en una variedad de lenguajes. Igual que puedes pedir tu desayuno en alemán, francés, castellano o catalán, puedes provocar reacciones emocionales en el público mediante el rock, trap o música clásica. Tan emocionante es escuchar a Sibelius, a Imagine Dragons o a La Zowi, dependiendo de quién sea el receptor del estímulo. Tan solo desde una perspectiva rancia, reduccionista y sectaria podemos pensar que la única manera adecuada de provocar reacciones válidas en el oyente es con nuestro lenguaje, el del rock.

Metido en la pista del concierto de Rosalia me di cuenta de un factor importante: la electricidad que fluía en el ambiente. Algo que echo de menos en los conciertos de mis artistas favoritos desde hace mucho tiempo. Artistas y audiencias envejecidas dan lugar a shows más comedidos y reacciones más contenidas que van en perjuicio de la experiencia general del concierto entendido como un hecho comunal que se amplifica por su propia circunstancia. Las hormonas descontroladas son un buen generador de energía eléctrica dentro de un palacio de deportes. ¿Por qué los conciertos de rock en los años ’70 y ’80 eran violentos, eléctricos e impredecibles? ¿Por qué esas grabaciones piratas o esos discos en directo de Kiss, AC/DC o Iron Maiden nos transmitían esa energía a veces casi inasumible? Porque el público que acudía a verles era joven, enérgico e idolatraba a aquel artista en cuerpo y alma y ambos se retroalimentaban. Era su alimento emocional. Sin hipoteca, ni hijos ni distracciones. Como ahora sucede a muchos de los que acuden a ver a Rosalía en búsqueda de algo que les haga olvidar el mundanal ruido durante un par de horas y les conecte con algo superior que, de otro modo, no existe en sus vidas.

Rosalía (Foto: Sergi Ramos)

Rosalía ha escogido un show sin músicos en ésta gira. Un escenario con fondo blanco, dos pantallas de video verticales en los laterales y nada, absolutamente nada, excepto un cuerpo de baile muy solvente y un cámara con steadycam y diversas cámaras en formato móvil (con potentes antenas) que ofrecen señal directa e inmediata en las pantallas de video del escenario, reforzando la sensación de imperfección y espontaneidad con la que el público de la artista entiende el hecho comunicativo -tal y como lo han mamado en las redes sociales desde bien pequeños con stories, TikToks o, incluso, Vines. No hay pirotécnica, no hay plataformas hidráulicas, no hay una banda de mercenarios del rock realizando adaptaciones guitarreras de canciones pop para cumplir con antiguos modelos de entender la música (como Rihanna, Miley Cyrus y otros artistas). Me parece mucho más honesto admitir que ese es el lenguaje y esa es su realidad que intentar hacer una adaptación para encajar en un modelo que, sin embargo, está cambiando -de hecho ya ha cambiado.

Rosalía (Foto: Sergi Ramos)

Otro asunto: la duración de las canciones. Difícilmente cualquiera de las treinta y tantas canciones que interpretó Rosalía en su concierto duran más de dos minutos y medio. Algunos apenas un minuto y escasos segundos. La capacidad de retentiva del público es escasa. Captar su atención es un desafío. El punchline tiene que llegar, si puede ser, en los primeros quince segundos. Así pues, las canciones también se hallan adaptadas a la realidad del público, como todo el audiovisual que consumen en redes sociales de las que son usuarios nativos.

Se habla de si eso es un concierto -entendido como personas con instrumentos interpretando un determinado repertorio musical- u otra cosa. La realidad es que si entendemos la música como sonoridades, ritmos y frecuencias orientados a provocar una respuesta emocional determinada en el receptor usando un lenguaje determinado, aquello era un concierto. Quizá no el concierto que un fan del rock está acostumbrado a ver. Pero tampoco un show de Pink Floyd lo era para quien había nacido en 1924. Los tiempos cambian, los lenguajes también y por más que no vaya a cantar a pleno pulmón “SAOKO”, envidio los lenguajes que generan respuestas tan eléctricas en el público.

Rosalía (Foto: Sergi Ramos)

Podemos argumentar que la mercadotecnia que ha rodeado el lanzamiento artístico de Rosalía en éstos últimos cuatro años puede ser indigesta, excesiva. Que es una artista fake, que no merece lo que ha conseguido en tan poco tiempo. ¿Y qué eran Kiss en 1977 inflados por unas campañas de marketing brutales apenas cuatro años después de su aparición en la escena? ¿O Guns N’ Roses y Metallica en 1991? ¿Qué eran The Beatles? Y ojo: que las canciones de éstos últimos también duraban dos minutos y estaban orientadas al formato dominante, que era el single -del mismo modo que ahora la música también se consume en pequeñas y breves dosis. No es que compare a Rosalía con The Beatles en cuanto a legado o influencia generacional pero, como decía, la música se adapta a los lenguajes y modos de consumo dominantes en cada época en tanto en cuanto es un producto de consumo -porque el negocio y el desarrollo de la música van entrelazados desde hace más de medio siglo. Sino que le pregunten a Max Martin o cualquiera de los hipercompositores suecos que dominan las listas de venta desde la sombra.

Rosalía (Foto: Sergi Ramos)

Dicho esto, que cada uno disfrute con lo que le haga vibrar. Yo lo haré con un solo de siete minutos de Gary Moore que nadie de menos de 45 años se pararía a escuchar detenidamente. O con un absurdo solo de bajo ruidoso de Gene Simmons mientras vomita sangre falsa el cual, incluso en su disonancia, posee intensidad y emoción. Para mis abuelos, eso sería ruido. Pero para mí, lo de Rosalía no lo es. ¿El mensaje y la letra? Ahí podemos discrepar. No es Shakespeare, ni Quevedo. Pero tampoco lo eran los cutres de Mötley Crüe cantando “Girls, Girls, Girls”, no me jodas.

Sergi Ramos