Todo el mundo parece dispuesto a discutir el precio de un festival o hacer hincapié en su clasismo. ¿Pero por qué valoramos tan poco los artistas que amamos?

Parecía sorprendida la parroquia rockera cuando el sábado por la mañana circuló por las redes una foto aérea del festival americano Power Trip.

Tomada durante el concierto de Guns N’ Roses mostraba la amplitud del recinto, lo espectacular de las vistas y el entorno y la enorme cantidad de gente que asistía al evento. Pero lo que llamaba más la atención era la sectorización, clasismo y diferenciación según poder adquisitivo del público asistente al festival.

No debería ser ninguna sorpresa: los Golden Circles, accesos prioritarios, zonas VIP y diferentes precios según el tipo de asiento es algo que lleva implementado más de una década en Europa, si bien Estados Unidos lo hizo primero y lo hizo más salvajemente. Aún recuerdo cuando el hecho de que una entrada costase más de cien dólares en Estados Unidos nos hacía llevarnos las manos a la cabeza. Ahora pagamos más de cuatrocientos euros por determinados tipos de entrada en Europa y lo hemos normalizado a una velocidad inusitada.

El caso es que, visto desde el aire, con meridiana claridad, ese clasismo supone un shock para el público de un género que creció al calor de las clases medias-bajas y bajas, jóvenes que trabajaban en fábricas e industrias de Estados Unidos y el Reino Unido o, directamente, en España, de sectores marginales de la población en los años 80. 

Eso era entonces. Pero toda aquella gente, los fans que seguían a Judas Priest y AC/DC en 1982, se hicieron mayores. Ganaron poder adquisitivo y, sobretodo, se vieron en la necesidad de condiciones más confortables en las que acudir a los grandes eventos. No servía con pagar una entrada barata para estar con la muchedumbre en medio de la olla. Querían estar sentados, a veces con su mujer y sus hijos en el clásico rito de transmitir a tus retoños la música de la que tu disfrutabas cuando tenías su edad. Y daba igual el dinero: la mayoría de ellos iba a uno o dos conciertos al año con suerte. No es un dispendio continuo.

El valor de ver a tus ídolos una vez más

Mientras las bandas emergentes mueren en pequeñas salas infectas y viajan en condiciones precarias a lo largo de todo el planeta, porque han llegado en otro momento histórico y su música no ha conseguido conectar con las masas del mismo modo (ni ha tenido el presupuesto de marketing que tuvieron nuestros héroes en los 80 y 90), las viejas glorias no se mueven de casa si no es por cuantiosas sumas económicas que crecen año tras año. 

No les culpo: si yo fuese Angus Young, James Hetfield, Steve Harris o Axl Rose no iba a poner en marcha la maquinaria por lo mismo que cobraba en 2003. Especialmente cuando los costes son exponencialmente superiores y, lo más importante, el valor de la marca y de la experiencia ha crecido exponencialmente también. 

Hay un precio a pagar por revivir los mejores momentos de tu vida. Pagarías cualquier cosa por revivir tu infancia o tu primer amor durante un rato, si pudieses. Por volver a sentir lo que sentiste cuando eras más joven, más inocente, más entusiasta. Eso lo puedes lograr a través de la música, de asistir a un concierto de tus viejos héroes de la juventud. En eso se basa el auge de muchas bandas clásicas: nos devuelven a un tiempo pasado, teóricamente mejor y por ello estamos dispuestos a pagar lo que sea. Dentro de ese lo que sea, hay que ser sensible a las posibilidades de cada franja demográfica, claro. No todas las entradas pueden costar mil euros, pero algunas sí. Y no todas las entradas pueden costar cien euros o es imposible pagar el coste que requiere organizar el evento y movilizar a esa clásica banda que remueve los sentimientos de toda aquella gente con dinero en el bolsillo.

«Festival para ricos»

Si, podemos hablar de la integridad artística, de dedicar tu vida al rock y haber nacido para estar sobre un escenario. Evidentemente: los músicos de pata negra nunca querrían irse de un escenario. Pero tampoco están dispuestos a subirse a cualquier precio dentro de determinadas configuraciones con un valor de mercado obsceno. Los hay consecuentes como David Gilmour con Pink Floyd o Robert Plant con Led Zeppelin. Da igual el dinero: el valor de su legado es mucho más importante. Otros no se pueden contener: el aplauso es adictivo. Pero también lo es mantener la marca activa y bien valorada: cada vez que AC/DC hacen una gira, las ventas accesorias (fondo de catálogo, merchandise, streamings, etc) se dispara. Y disparadas se mantienen durante años, como consecuencia directa de la revalorización de la marca. Por eso a veces se siguen editando discos aunque la banda ya no tenga mucho que añadir a su discografía. Por eso a veces se hacen giras. 

Lo que hemos visto en esa foto aérea del festival Powertrip es la constatación de que el rock and roll ya no es ni tan democrático ni tan revolucionario como antaño. Es un negocio con un sesgo de clase evidente. “Festival para ricos” decía alguien en algún foro. No se si para ricos, pero si puedes pagar 1.500 Euros por dos semanas en un apartamento en la costa en Agosto, puedes permitirte 600 Euros o 2.000 Euros por entrada para ver a tus bandas favoritas (un bien en escasez) y revivir tu juventud en un festival donde Cristo perdió las alpargatas. La discusión no debería ser si los conciertos de rock son un negocio clasista (spoiler: lo son) sino el porqué pensamos que, de todos los placeres de la vida, justamente ese debería tener menos valor que los demás. 

Nunca he visto a nadie discutir el precio de un gramo de cocaína. ¿Por qué seguimos haciéndolo y teorizando con algo que nos llena y nos hace felices?

Sergi Ramos