Si procuramos mirarla sin ganas de sentirnos ofendidos, veremos una gran joya del celuloide que puede llegar a convertirse en obra de culto. De la otra forma, sólo veremos otra historia que tira de tópicos manidos y, a estas alturas del siglo XXI, casi insultantes. Así que quizá convenga más relajarse y disfrutar del arte por el arte, siendo cada uno conocedor de realmente qué fue y qué es para él o ella el black metal. Al final y al cabo, Málmhaus no es, ni pretende ser, un ensayo audiovisual sobre el nacimiento del black metal, si no que es, “simplemente”, una pequeña miradita a un drama personal.

Metalhead, o Málmhaus en su versión original, me ha producido sentimientos encontrados. Como cinéfila, me ha enamorado. Como metalera, me he sentido estafada.

Visto el póster y el título, no pude resistirme a este drama cocido a fuego lento por el director islandés Ragnar Bragason. La sinopsis oficial nos vende que vamos a ver la historia de Hera Karlsdottir, una chica que se refugia en la vida de blackmetalero de su difunto hermano para no enfrentarse a la suya propia, así que pensé que se trataría de una película con valor documental, que reflejaría la irrupción del black metal en el panorama junto a sus consecuencias sociales y culturales… Estaba equivocada. En realidad nos encontramos frente una obra que no chirriaría en la filmoteca modernilla de cualquier gran ciudad. Una largometraje íntimo y personal, con un ritmo muy europeo, pintado con los nórdicos colores de la Islandia más remota. Un placer a los sentidos que nos habla del miedo a enfrentarse a la vida y del miedo a enfrentarse a la muerte.

Sus planos son largos y lentos, se mastican con suavidad pero, a la vez, caen al estómago con el peso de una roca. Son los ritmos crepusculares de Sólstafir hechos celuloide. Bragason se descubre como el mejor aprendiz de Kaurismäki en esas luces frías que nos transportan a un mundo de desolación y hielo, y nos fascina con la belleza del grano de película que tanto se hecha de menos en las nuevas proyecciones digitales. Para muestra, un botón: ese plano de la madre doblando cuidadosamente la bandera de Eddie del hijo muerto es pura poética visual, desgarradora, devastada.

La película empieza con una escena en los idílicos y solitarios campos de Islandia. Hera y otros dos niños juegan cerca de una casa y al fondo, trabajando la tierra, está el hermano de la protagonista. Ya des del momento en el que se ve la segadora, se huele el drama. Y el drama no se hacer esperar. Las imágenes siguientes golpean con honestidad, sin recrearse en el gore ni tampoco ahorrándoselo, pero asentando la base que servirá para justificar los cambios que sufren Hera y su familia.

Es triste ver que, como en tantas otras ocasiones, el giro de la protagonista hacia el metal se debe justificar con un drama personal. Da la sensación de que, en la ficción, el aficionado al metal debe excusarse y aportar una explicación lógica que haga que el espectador medio entienda por qué un personaje prefiere esta música y esta estética a otras más “convencionales”. Se repite el triste cliché de que el metal está reservado para las ovejas negras, los desarraigados, los eternos adolescentes que no encuentran el rumbo de su vida.

En esta ocasión, pero, quizá podamos aceptar que el drama es necesario para la película: rompe la estabilidad del hogar familiar y propicia, no sólo la evolución de Hera -fantástica escena profética donde sacrifica su infancia en la hoguera-, si no también el duelo de los padres, que no se atreven a exteriorizar el eterno dolor que provoca la muerte de un hijo. Si Baldur no hubiera muerto, los Karlsdottir habrían sido una familia como cualquier otra y seguramente no tendríamos película – como dijo el buen guionista, no se pueden explicar historias sobre familias felices porque éstas son demasiado aburridas.

A medida que avanza el metraje uno se da cuenta que, como siempre, le han engañado: la historia no gira en torno al metal como podría parecer a simple vista (¡bendito marketing!), si no que el género sólo sirve de marco para contextualizar la trama.

La presencia de grupos como Led Zeppelin y Iron Maiden en pósters y vinilos se mezcla con una banda sonora de lujo a cargo de Judas Priest (Victims Of Change) y Megadeth (Symphony of Destruction). Son los noventa en todo su esplendor.

Málmhaus se da el lujo de recordarnos una época que los de mi quinta apenas vivimos pero con la que hasta nosotros soñamos con nostalgia: grabar canciones en casetes aprovechando la radio y la televisión, hacer contrabando de cintas con los amigos, que te dedicaran un mixtape,… Si uno tiene curiosidad melómana, va a encontrar muy fácil identificarse con la protagonista, y va a recordar esas largas tardes de adolescencia pegado a los altavoces con los colegas, notando un éxtasis en cada solo y acabando con esa sonrisa bobalicona más propia de un porro que de una canción. En lmhaus, la música toma casi el papel de un personaje y actúa como vehículo de liberación y expresión. Es el único amigo de Hera, el único al que, en plena catarsis, puede confesar su frustración.

Las referencias al metal se filtran hasta en las pequeñas bromas del guión, que goza de un humor a ratos sarcástico y mordaz – mención especial merece el chiste que referencia a Halford como “a god… a metal god” (un dios… un dios del metal).

Las primeras referencias al black metal propiamente dicho tardan en aparecer. Hacia el inicio del segundo acto vemos la primera mención explícita, cuando en las noticias se hace referencia a la quema de iglesias. Para el aficionado al género resultará fácil deducir cuál va a ser el futuro de la pequeña capilla de madera negra que nos muestran al principio, pero la verdadera intriga cae en cuál será el motivo que lleve a Hera a verla arder… Y es triste darse cuenta que, otra vez, los motivos quedan reducidos a algo tan trillado como el amor no correspondido, aunque Málmhaus acierta al darle la triste poética de ser un amor mal entendido por una persona que ama por primera vez. La protagonista encaja aquí con el perfil nihilista que caracterizó esencialmente a las oleadas más true del black – si viajamos atrás en el tiempo, todo su viaje, hasta llegar a este punto de no retorno, se inició en ese momento de rabia infantil en el que Hera negó a Dios, lanzándole la culpa de la muerte de su hermano y empezando a creer rabiosamente que la divinidad le debía algo a cambio.

Aunque inicialmente trate al heavy con cierto romanticismo, la posición del director respecto el black metal queda clara al largo de toda la película, pues no pierde la oportunidad de exagerar ciertas características hasta convertirlas en burlas. Por ejemplo, hacia el final de la película aparecen, de forma inesperada y sin aportar realmente nada a la trama, unos supuestos Mayhem en sus años más mozos. O, deberíamos decir, una versión buffa de Necrobutcher, Manheim y Euronymous, que por medio de la idiotez, y de forma muy poco lúcida, ridiculiza a todo el inner circle.

El final resulta decepcionante a muchos niveles. Parece que el director quisiera dar un final feliz a una historia que, hasta el momento, no nos llevaba hacia ese lugar o, por lo menos, aún habría tardado lo suyo en llegar. Hera se atreve a cantar frente a todos sus amigos y vecinos, pero debe enfrentarse a las miradas de odio e incomprensión. Decide cambiar los guturales por un tono de voz más limpio, y el recelo desaparece al instante. ¿Cuál es la metáfora detrás de esta escena? ¿Que aunque des el mismo mensaje brutal, si lo disfrazas con voces líricas, la gente se lo traga? ¿Estamos frente a la más grande y sutil crítica a la banalidad y a la importancia de la forma sobre el contenido que se da actualmente? Sin querer restar importancia al mensaje final de la madre – es importante tomarse las cosas con humor, reír y disfrutar de la vida, y dejar el pasado en el pasado -, es de mi humilde opinión que se debe escuchar hacia dónde lleva la trama, y meter semejante moraleja con calzador al final de la película sólo sirve para dejar al espectador con mal sabor de boca. Y, por desgracia, últimamente la imposición del happy ending campa demasiado a sus anchas.

No me malinterpretéis. Si procuramos mirarla sin ganas de sentirnos ofendidos, veremos una gran joya del celuloide que puede llegar a convertirse en obra de culto. De la otra forma, sólo veremos otra historia que tira de tópicos manidos y, a estas alturas del siglo XXI, casi insultantes. Así que quizá convenga más relajarse y disfrutar del arte por el arte, siendo cada uno conocedor de realmente qué fue y qué es para él o ella el black metal. Al final y al cabo, Málmhaus no es, ni pretende ser, un ensayo audiovisual sobre el nacimiento del black metal, si no que es, “simplemente”, una pequeña miradita a un drama personal. Quizá detrás de cada Gaahl y cada Vikernes hubo una historia no muy distinta a la de Hera.